Por Adolfo Rocasalbas
Juan Domingo Perón murió hace 50 años y, desde entonces, la Argentina nunca fue igual. Era lunes aquel 1974, como lo fue en este 2024, medio siglo después. Un claro lunes de julio, soleado y casi caluroso para la época invernal. Ra templaba el adusto y preocupado rostro ciudadano. El General había “desaparecido” de la escena nacional desde hacía casi dos semanas. La intuición popular -ese maravilloso instrumento que enseñorea el corazón y la mente de los humildes- presentía que se cernía la tormenta. El huracán que se avecinaba y sobrevino luego era mucho más profundo en su significación política, humana e institucional que cualquier otro hecho ocurrido en el pasado.
Aquella tragedia de 1974 se reiteró 13 años después, y casi nadie lo recuerda o procuró aún repararlo. Fue el día que los argentinos –un 2 de julio de 1987, en pleno gobierno del radical Raúl Alfonsín- amanecieron para enterarse alelados de que al tres veces presidente legal y constitucional le habían amputado sus manos, violentando su sepulcro familiar de madrugada en el osario de la Chacarita.
Se llamaba Juan y había nacido en 1895. Duros años aquellos. La peonada era nómade, casi golondrina. Del cielo no llovía maná y los peces no se multiplicaban por decisión divina o bondad empresaria. El gaucho era aún un títere de la autoridad de turno. Su “china” moraba entre paja y barro y en ese mismo lodo se revolcaba la cría. Juan, le habían puesto. Por su abuelo paterno. “Mi madre era una criolla de pura cepa”, decía orgulloso. Y tan cierto era que lo parió sano y fuerte, proporcionado y morrudo, sin carencias ni amputaciones carnales.
Fue creciendo en Lobos y trotando por diferentes ciudades patagónicas. Cuando vio la luz el siglo -que no fue de las luces, como escribió Carpentier- recibió su primer regalo: un caballito de madera sobre el cual ya visualizaba, en la limpidez del sureño horizonte infinito, el equino “pinto” de las paradas y desfiles. En él cabalgó enhiesto, con su gorra y su sable en 1950, año del Libertador San Martín.
Se fue haciendo duro, moldeándose entre los vientos y el frío, adentrándose en los sinsabores campestres. Lo tuvo todo en sus manos. El agua de la laguna de Lobos, el cráneo de Juan Moreira, su primera gorra de cadete militar. Esas manos administraron el poder. Convirtieron un enclave colonial en una Nación. Sembraron trigo para la Argentina hambirenta y la Europa devastada. Nacionalizaron la totalidad de los servicios públicos, repatriaron la deuda externa, industrializaron el territorio. Fueron caricia paternal, sed de equidad, hambre de igualdad. Estamparon su rúbrica sobre leyes sociales de avanzada, reivindicaron el derecho femenino al voto y reconstruyeron la demolida San Juan.
Esas manos volaban alto frente a la multitud. Eran un abrazo fraterno, dialogaban sin hablar, señalaban sin imponer, conducían con la persuasión de aquel que salió del molde femenino preparado para abrir los senderos y desmitificar los preconceptos institucionalizados. El “compañeros”, ese grito proveniente de su voz inconfundible, convocante a la unidad y a la lucha, era la prolongación del círculo siempre abierto por sus brazos extendidos hacia el cielo. Esas manos, también, eran el detonante que hacía añicos las viejas baldosas de “su” Plaza de Mayo.
Por esas manos también surcaban las pequeñas venas reflejadas en el corazón de su rostro. Las había conocido entre la nieve, en la altura montañosa, allá en Las Cuevas. Las llevaba a cuestas consciente de que el frío quema. Las quemó el frío espanto de los bombardeos. Las quemó el frío del exilio. Las quemó la débil cintura de su compañera de ruta, ya sobre el final, en la despedida. Con ellas secó las lágrimas de los desvalidos, de los olvidados. Ellas jugaron con sus amigos, “los pibes”, los únicos privilegiados. Y se fueron forrando con la piel del tiempo, Se hicieron más duchas, más fértiles.
Esas manos conocieron la impertinencia extranjera. Con ellas expulsó al embajador norteamericano y creador de la Unión Democrática Spruille Braden, sin negociaciones ni concesiones previas. Ellas serrucharon la pretensión foránea de convertir a la Argentina en un país de dorados cereales y jugosas carnes. Esas manos conocieron a “Mordisquito” de cerca. Intentaron integrarlo, descolonizarlo pedagógicamente, inculcarle la savia cultural que se nutre en lo popular. Eran las mismas manos que palparon los senos hundidos de Evita, su tabique nasal quebrado, su sien punzada, sus pies pintados con brea, sus partes ocultas tajeadas, uno de sus dedos cortados por obra de la “Fusiladora”.
Y, sin embargo, esas mismas manos, ya cansadas por el dolor de los años perdonaron, llamaron a la integración, a la concordia, a la paz, al amor, a la solidaridad. Eran el símbolo de la mayoría de la Nación. El símbolo de una causa aún no consolidada. La entrega al sacrificio y al esfuerzo final. El llamado a la reflexión y al mantenimiento de las banderas nacionales, al mismo tiempo.
Se las “amputaron” en octubre de 1945. El pueblo las colocó en su lugar. Quisieron “operarlo” nuevamente en junio, una década después. También resistieron la fantasiosa “enfermedad”. Reconstruyeron la macabra obra en septiembre de 1955 y las obligaron a abandonar su suelo, su tierra, sus senderos campestres. Esperaron 18 años para tocar la atmósfera argentina. Y lo hicieron suave, alegre, descarnadamente. Con ellas cubrió cada agujero del pecho acribillado de José Rucci.
El vuelo del cóndor las habían acompañado desde niño. En Lobos, Roque Pérez y la Patagonia, en el Norte y el Litoral, a lo largo y a lo ancho del país y del orbe, más tarde. Su voz inconfundible ya sonaba portentosa y predestinada en las juveniles aulas de sus estudios primeros. En su pecho de adolescente flameaban las banderas luego tantas veces reivindicadas por millones de fervientes gargantas y compungidos torsos. Fue un iluminado. Se quemó en una llama épica que comprometió su vida y su destino. Había sido llamado a ser conductor de pueblos.
Recorrió el mundo para superar sistemas y modelos perimidos por la evolución que, sin embargo, hoy reinciden en errores. Fue un visionario. Se adelantó al tiempo y trazó el camino a seguir a las generaciones venideras. Pero también fue un incomprendido. Había abandonado el vientre materno aquella mañana del 8 de octubre para reivindicar a los humildes y convertir una chacra colonial en una orgullosa Nación. Los cavernícolas del paleolítico político seguían en sus cuevas, temerosos de su prédica. Porque fue un innovador, un manantial de ideas revolucionarias, un transformador de criterios esquematizados y un liberador de conciencias y espíritus. Desde la cúspide bajó al llano para compartir el lodazal y fundirse en la miseria de su pueblo. Transformó la tristeza cotidiana en orgullo de haber nacido en esta tierra. Un frío día se marchó para no derramar sangre inocente y mucho después regresó descarnado, sin rencores, sin odios, sin pasiones, como no fuera la de “servir a la Patria”.
Se fue definitivamente el Perón inmortal aquel 1° de julio de hace 50 años con las botas puestas, en medio de un pueblo que lo amó y lo acompañó durante casi cinco interminables días en la despedida.
Demolió de forma definitiva la idea del trabajador escarnecido y de los vales de La Forestal que empapelaban su dignidad. Fue un predestinado, un justiciero prudente y desbordado de templanza. Fue el cerebro de un sistema que rompíó los moldes dependientes dominantes. Para ello se preparó. Para conducir. Jamás para figurar como lugarteniente de comités. No podía entender la justicia social sin un gobierno que hiciera “lo que el pueblo quiere y defendiera un solo interés: el del pueblo”.
Concibió la política sencillamente de ese modo. Como un instrumento -y no un fin, a diferencia de Maquiavelo- por el cual se satisfacen las ansias reivindicativas populares. A ese preceptó respondieron sus acciones de gobierno. En esa inteligencia concibió la comunidad organizada. En ese contexto señaló de forma perenne que el hombre es principio y fin de ese sistema filosófico y político.
Fue conductor, poeta, maestro, historiador, escritor y, en especial, amigo. Habló de igual a igual con su pueblo, sin medias tintas ni reservas mentales, sin secretos ni engaños, de frente y con la verdad, porque como recurrentemente señalaba “ella habla sin artificios”. Industrializó una Nación colonial y la insertó altivamente en el concierto mundial. Dio a manos llenas, generosamente. Planificó, construyó y legó toda una concepción ideológica y doctrinaria aún incomprendida o bastardeada por la tilinguería que soñaba y sueña con un país bananero y de espaldas a su fundamental destino histórico.
Porque comprendía la política no hizo política. Porque no era un caudillo sino un conductor. Persuadió por el contrario respecto de la necesidad de alzar la mirada hacia metas y objetivos propios y distantes tanto de uno como del otro de los entonces imperialismos dominantes. Condujo, enhiestas las banderas y firmes los postulados.
Sin embargo, en el silencio de aquella madrugada del 2 de julio de 1987 profanaron su bóveda familiar y amputaron las manos de quien había regresado definitivamente en 1973 para morir para la paz.
Lo hicieron los enanos que en el silencio de la noche y cumpliendo órdenes de servicios de inteligencia extranjeros las mutilaron para escarmentar al pueblo y demostrarle que su líder “no es intocable”.
Fueron los mismos enanos y gnomos de 1955, quienes no dudaron en bombardear con apoyo foráneo y de los cipayos vernáculos a un pueblo indefenso, en ametrallar un año después a los trabajadores en oscuros y desolados basurales y en secuestrar y mutilar el cadáver inerte de Eva Perón.
En la intimidad de su sepulcro, en el silencio de la noche, manos anónimas y cobardes se cobraron aquel 2 de julio de 1987 facturas inexistentes. Las manos tendidas y predicando amor generaron odio. La sensillez que expresaban requirió sofisticados equipos técnicos. La madurez de sus gestos exigió sierras electrónicas. Los sicarios necesitaron varias noches de trabajo continuo para tomarlas. Ellas, por sí mismas, en solo unos minutos abrazaban multitudes. Aquellos profanadores no merecen comentarios. Mil enanos no hacen un gigante. Solo reinan precisamente entre gnomos.
En aquella mañana del 2 de julio de 1987, cuando el pueblo y la ciudad despertaban de su letargo cotidiano, el cielo comenzó a llorar la segunda muerte del amado e inmortal General de la Patria.